Ser las otras nunca es cómodo, siempre es mejor ser las unas, las únicas las mejores. Siempre da a entender que todo es uno, que no hay diferencias ni divergencias, que esto del feminismo está constituido por una uniformidad cansina, como si la sola existencia de pensamienos alernativos atentara contra las más sólidas bases de la filosofía feminista. Ser "las otras" es ponerse en la piel de muchos tipos de mujeres diferentes, en raza, en condición social, en identidad sexual. Las otras complejizan el feminismo, y eso es bueno. Ponen encima de la mesa los estigmas, a las desheredadas, pero alejándose del victimismo agotador. Ser "las otras" es un ejercicio de antropología constante, un cambio de miradas, un cuestionarse constante. Pero de esto hay falta de costumbre, cuesta hacerlo, da vértigo y produce sensación de vacío en el estómago. Por ello cuesta creer que algo así sea malo, al fin y al cabo plantearse el cambio y apostar por él es algo que las mujeres venimos reivindicando desde hace tiempo en relación con los hombres. Hacerlo con nuestros propios códigos aprendidos no deja de ser una pirueta más en nuestro particular proceso de crecimiento.
El feminismo es mi casa, el lugar al que pertenezco y me pertenece, el sitio que me explica y que habla de mí. El lugar donde me siento cómoda, construido con recuerdos de pensamiento, de los viajes ideológicos, de las experiencias, pero un espacio siempre por acabar, donde aún faltan muchas cosas por llegar, todas treméndamente especiales, y donde habrá otras que descartar, por no tener utilidad.
Pero en el feminismo, al igual que en las casas, no debemos tener miedo a cambiar los muebles, cubrir las paredes nuevamente con pintura, a renovar, a convertir los espacios en otros que se adapten más a nuestras nuevas o viejas costumbres.No importa entre qué paredes se encuentre, ni en qué lugar; usado o recien estrenado, en America o Europa, el feminismo es como el concepto del hogar. Tan difícil de explicar y tan fácil de sentir.