La propia Lucinda Torre en cierta manera, forma parte de este grupo, ya que posee vínculos familiares con los despedidos de la Duro, y eso se nota. Vivió de cerca todo el conflicto, todos sus momentos de profundo dramatismo y no exentos de ejemplos de heroicidad. Durante cuatro años almacenó información visual, textos, entrevistas y tantos elementos con el fin de contar una historia, la suya, que nadie se engañe, que aunque no satisfaga a todo el mundo, está planteada en clave de cuento con moralina. Es un cuento de corte casi medieval, de David contra Goliath, donde se prodigan los héroes y las maldades a los que son sometidos de manera continuada. Donde se prodigan valores como justicia y solidaridad con ejemplos reales y comprobables puestos a prueba, y resistiendo.
Cierto es que en la larga cadena de maldad, inoperancia, desfachatez y desvergüenza hubo muchos más de los que están, y hasta alguna mala, de las de cine negro, sonoramente ausente. Cierto es que el final feliz de la historia, aquello de la readmisión de los trabajadores, tuvo sus matices que no se ajustan fielmente a la historia cinematográfica. Pero cierto es también que eso tan importante que se denomina la identificación del espectador, se realiza con quien se debe.
Siete minutos. Cuando se encendieron las luces del Teatro Jovellanos ese fue el tiempo que el público asistente estuvo aplaudiendo la la directora que, acompañada de prácticamente todo su equipo de producción, estuvo en la sala para recibir lo que tocase.